Tenía la vista cansada de tanto imaginar su piel; los oídos rotos de tanto recordar su voz. Su boca, su boca ya no sabía a nada, yacía insípida pues ya ni recordaba la última vez que rozó la vergüenza de sus labios carnosos, mientras que su néctar, manjar de dioses, se diluía en su interior. Y de su mente ya no quedaba ningún vestigio, se había consumido, su raciocinio esfumado. Y todo por la más exquisita de las drogas: Ella.



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